Ana Campoy: «La escuela de Salvador Arias fue un aprendizaje vital»

Ana Campoy: «La escuela de Salvador Arias fue un aprendizaje vital»

Cuando era niña su madre le compró una colección de audiocuentos. Y eso marcó su futuro. Atrapada por la ficción, Ana Campoy —la galardonada escritora de literatura infantil, traducida a media docena de idiomas, periodista cultural— buscó años más tarde descubrir quién se hallaba tras las voces de la pantalla y los audiocuentos. Acudió a la escuela de Salvador Arias. Y allí encontró, no solo a un maestro del doblaje, sino también a un personaje, nonagenario ya, pero de una absoluta modernidad, cuyo testimonio directo de la época de la Guerra Civil iluminó la visión de una etapa, que luego Ana Campoy reflejaría en El paracaidista, su primera novela para el público adulto.

Ana, ¿por qué estudiaste doblaje?

Siempre me encantó el cine. Y el teatro. De pequeña jugaba a imitar las voces de las películas. Me sabía incluso los diálogos. Me gustaban los teatrillos. Leer en clase en voz alta… Y el doblaje era una forma de conjugar ambas cosas. Quise saber quién ponía la voz en películas en su versión doblada. En los años 80 y 90 eran voces punteras. Y participaron además en otra cosa que fue muy importante para mí. Como comía muy mal, mi madre compró una colección de cuentos: Los cuentacuentos Salvat. Los vendían con un librito y una cinta de casete. Y en esa cinta, narraban los cuentos algunas de las voces más importantes de esa época, con efectos de sonido y una producción muy cuidada. Ahí podías identificar algunas de las voces de las películas. Y quise averiguar quién era esa gente.

¿Cómo recuerdas tu época en la escuela de Salvador Arias?

Lo más importante de la escuela de Salvador Arias fue el aprendizaje vital. Descubrir que había una visión muy progresista durante los años de la República. Salvador tenía ya 92 o 93 años cuando yo pasé por su escuela. Y, aunque era muy mayor, me sorprendió que tuviera una mentalidad tan abierta, tan feminista, tan moderna, comparada con mis abuelos, que nacieron más tarde, en 1926. Me sorprendía mucho que una persona que era mayor que mis abuelos tuviera unas ideas tan progresistas. Y que nos hablara, en primera persona, de una época que fue fascinante para España.

Tu última novela El paracaidista —la primera tuya enfocada al público adulto— se ambienta en la posguerra española. ¿Recuerdas las historias que contaba Salvador sobre la Guerra Civil? ¿Han contribuido esas historias a conformar tu idea sobre ese período?

Completamente. Salvador inoculó en mí el interés por descubrir qué pasó en esos poquitos años de la Segunda República. Él estaba metido en el meollo de la intelectualidad de la época. España era un país atrasado. Pero había una ilusión por renovar el país. Y él estaba muy concienciado con esas ideas. Se esperaba que los niños de esos años fueran la generación que renovaría el país. Eran la generación de la esperanza. Y que haría avanzar un país atrasado, con una tasa de analfabetismo brutal… Se habían depositado muchas esperanzas en esa generación, que era la de mis abuelos. El problema es que luego llegó el alzamiento militar. Y todo se fue por el sumidero.

Salvador me ayudó a conectarme con esa época anterior a la Guerra. La posguerra la he tenido siempre muy presente por mis abuelos. Pero no tenía tan clara esa época anterior, tan luminosa, que fue la Segunda República. Y creo que su relato en primera persona, como testigo de la época, me sirvió muchísimo para dar contraste.

¿Cómo se documenta uno para escribir sobre ese período? ¿Tuviste claro cuándo parar?

Para mí fue una sensación emocional; esa fue la brújula que me fue marcando lo que iba necesitando a cada paso. En el fondo, eran cosas que yo tenía en mi interior, pero de las que necesitaba saber más. Los mitos griegos, por ejemplo; yo había leído a Ovidio, y conozco los mitos griegos; pero escribir esta historia me volvió más friki con estas cosas. Además, pasó algo muy importante. Yo tenía clara la historia. Pero no sabía dónde situarla. Y, aunque luego ha resultado un escenario idílico —el relato ha terminado convertido en una especie de fábula—, me inspiré mucho en Jaén. Es la zona de la que procede mi abuela. Y sobre la cual encontré un artículo centrado en el llamado Triángulo de los Suicidas. Una zona con una tasa de suicidio elevadísima. Y donde los suicidios se realizan por ahorcamiento, en los olivos, principalmente. Eso actuó como un catalizador increíble. Puso en marcha todo. Y de repente todo encajó. El símbolo de la cuerda, el olivo, el mito de Aracne… Vi que era un escenario que yo podía utilizar.

¿Cuál es el momento más gozoso en la tarea de escribir un libro?

Voy a ser sincera. Cuando ves la reacción de la gente. El momento en que el libro ha salido ya, y a la gente le llega. El acto de escribir es muy solitario. Quieres expresar algo. Comunicar algo. Pero no sabes si el lector lo va a recibir como tú quieres. Y cuando ves que sí, que la gente lo entiende, y hasta le llega emocionalmente —que de eso se trata— resulta muy satisfactorio, después de todo el tiempo y el esfuerzo empleado.

Volviendo al tema del doblaje, ¿qué idea tienes del doblaje actual?

Estoy bastante desligada de la profesión. Después de estudiar con Salvador, me hubiera gustado trabajar en el doblaje. Pero fue bastante difícil. Nunca terminé de entrar. Hice cosas para radio, en las cuales las clases de Salvador me sirvieron mucho, por cuestiones técnicas. Pero nunca estuve ligada profesionalmente al doblaje. Supongo que, como cualquier otra industria, se habrá precarizado. Y no será igual que cuando Salvador nos hablaba de ella. Si es así, espero que los profesionales del doblaje tengan capacidad para luchar por sus derechos.

¿Qué te parecen los audiolibros?

Siempre que sea un formato hecho por profesionales, me parece bien. Pero hay mucho intrusismo laboral, como en todas partes, para abaratar costes, ahora con la amenaza de la inteligencia artificial (IA)… Es importante contar con una voz profesional, bien modulada, que te descubra todos los matices. Son cosas importantes. Y no deberíamos perderlas.

Has colaborado en radio y tienes una estrecha relación con el mundo de la voz. Pero, ¿qué te aporta este medio como oyente?

Siempre que sale un nuevo medio se dice que morirá el anterior. Pero eso no sucede. La radio no morirá. Quizás porque el sonido nos alude de una forma muy íntima. Lo hemos visto recientemente, durante la DANA. En esa noche terrible, ¡cuánto acompañó la radio! Yo vivo en Valencia. Y allí la gente se agarró a la radio; no conseguían contactar con el 112, y llamaban a la radio. Siempre ha pasado. La voz nos conecta con el origen. Nos remite a cuando éramos bebés, y nuestra madre nos hablaba, o nos cantaba. Por eso el relato no puede olvidar su origen oral. De mi novela El paracaidista, por ejemplo, se ha dicho que es muy oral. Y es cierto. Se podría leer en voz alta. La leyenda, y el relato, no deberían olvidar esa perspectiva oral. Para el ser humano, es importante escuchar.

¿Vas a seguir escribiendo literatura infantil y juvenil?

Sí, sí. Sigo escribiendo de todo. Este es solo un terreno más que he añadido a la Tierra Media de la narrativa. Pero yo escribo de todo, lo que haga falta

¿Qué es lo mejor de ese tipo de literatura para niños y jóvenes?

La sinceridad del lector. Su entusiasmo. Y no sólo el entusiasmo por la figura del escritor —eso tiene más que ver con el ego— sino con la historia. La fascinación por la historia que le has contado; eso es lo más bonito que te puede pasar como escritora. Que los lectores, los niños y las niñas, disfruten con lo que tú has escrito. Y cuando sucede, son muy sinceros. Se les ve. Y es muy satisfactorio

¿Cómo te llevas con los niños? ¿Qué te dicen tus lectores cuando te conocen?

Son muy sinceros, como digo. Si no les ha gustado, te lo dicen. Y está muy bien. Porque solo viendo tus errores puedes avanzar y mejorar. Cuando encuentro un lector al que no le ha convencido algo, yo procuro preguntarme por qué. Es una guía para seguir mejorando. Y, cuando les gusta, y te lo dicen, con el todo el entusiasmo, es fantástico. Es una relación muy sana.

Las sinopsis de tus libros parecen divertidísimas, como la de Un día con suerte, la historia de una niña con muy mala suerte que pierde además la bola del Gordo de Navidad. ¿Cómo llegaste a esta historia? ¿Qué nos puedes contar sobre ella?

Esa historia se estuvo fraguando en mi cabeza durante mucho tiempo. Cada 22 de diciembre yo me ponía a whatsappear con una de mis amigas, soñando que nos tocara la lotería, aunque nunca nos tocaba. Veía a los niños de San Ildefonso en el sorteo de la lotería, y me decía: —“Tengo que escribir una historia sobre una niña de San Ildefonso”—. Tienen que estar nerviosísimos, tan sometidos a la exposición mediática. Yo tengo muy presentes a los niños y las niñas; suelo trabajar mucho con ellos. Y no podía evitar mirar ese sorteo y pensar en ellos. ¿Qué sentirán? ¿Qué les pasará por la cabeza? De ahí surgió la historia; con la paradoja además de que la niña que reparte la suerte ese día es la niña con la peor suerte del mundo.

Respecto a las enseñanzas que transmiten los cuentos, ¿dónde está la línea que no se debe traspasar? ¿Dónde termina la moral y comienza la moraleja?

A mí no me gusta aleccionar a nadie con mis libros. Lo que quiero es que los niños se diviertan. Que la lectura sea algo placentero, divertido. Por supuesto, hay una responsabilidad, y tienes que tener en cuenta que estás hablando a un lector que no está completamente formado. Siempre procuro que los valores que aparezcan en mis libros sean progresistas. Pero el libro no es la herramienta para educar. La educación se hace en la familia, en el colegio, en un montón de sitios… Pero el libro está para divertir. Y para educar en empatía, si acaso. Es algo que hace mucha falta. Ponernos en el lugar del otro. Nos iría todo mucho mejor.

Y los cuentos clásicos. ¿Se deben seguir contando, aunque no sean políticamente correctos?

Por supuesto. Los cuentos clásicos nos dan herramientas ante el mal. Si solo leemos libros en los que todo sale bien, no sabremos localizar el mal cuando nos lo topemos en la vida. Por eso es fundamental que existan las historias en las que haya finales no felices, en las que haya personajes a los que les pasan cosas malas. Porque así estaremos aprendiendo un modo de enfrentarnos a ese tipo de situaciones, si alguna vez nos llegan en la vida. Leer esa literatura es una coraza.

Muchos de nuestros lectores son estudiantes de doblaje. Como exalumna de Salvador Arias, ¿qué les dirías?

Que no pierdan el entusiasmo. Se puede llegar a la gente de forma directa. Es una profesión muy bonita. Muy humana.

Por último, ¿qué aterrizaje está teniendo tu novela El paracaidista?

Muy bien. Yo misma estoy sorprendida. Tengo a los libreros entusiasmados, según me dicen cuando me escriben. El boca a boca está proliferando. Y las sensaciones son muy buenas. Estoy muy contenta. Me da la sensación de que lo que yo quería contar con este libro, la gente lo está recibiendo. Y lo está sintiendo.


Imagen: Amanda Khôl

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